En octubre de 1947, cientos de personas se habían reunido en el paraje La Bomba, cercano a Las Lomitas, Formosa, para participar de un encuentro sagrado. La reunión era en torno a Tonkiet, un hombre que -según los ancianos sobrevivientes- “sanaba con su palabra”. El lugar se transformó así en un espacio de resistencia, donde cada noche los himnos se mezclaban con los tambores y resonaban en el pueblo vecino, sede del escuadrón 18 de Gendarmería Nacional. La multitudinaria reunión fue leída como una amenaza para civiles y militares que vigilaban el entonces territorio nacional. La Gendarmería intimó a las familias a abandonar esa concentración, pero los caciques, ancianas y ancianos no se dispersaron: era una reunión sagrada, estaban en su territorio ancestral y entendían que no significaban amenaza alguna. La negación fue rápidamente asumida como un acto de rebeldía y el 10 de octubre por la tarde inició una sangrienta represión que duraría varias semanas. Los violaron, fusilaron, apilaron y quemaron. Los grupos que huyeron fueron perseguidos por el monte y capturados, se repitieron los fusilamientos, se borraron las pruebas. 600 pilagá murieron. Quienes lograron sobrevivir fueron capturados por los gendarmes y enviados a trabajar en “reducciones indígenas” en condiciones de semiesclavitud y bajo el control de la misma Gendarmería.
En 2005, la Federación Pilagá denunció al Estado por esta masacre. Inició un juicio civil y otro penal. Pero los sobrevivientes van muriendo en el olvido, sin respuestas ni justicia.
En 2017 se cumplen 70 años de aquella masacre, una de las más silenciadas de la historia argentina. No fue ni la primera ni la última vez que la Gendarmería reprimiría a las comunidades indígenas, pero representa un hito en un continuo histórico donde las manifestaciones de los pueblos originarios reactivan la violencia estatal con justificaciones variadas que, siempre, esconden la misma intención: avanzar sobre sus territorios ancestrales a sangre y fuego.